sábado, 12 de junio de 2010

A un niño.

Hallábame en mi estudio. Mis ojos fatigados de trabajo se desviaban en busca del placer de la naturaleza. ¡Caray! Era tarde. Me había abstraído de tal manera en mis escritos que el tiempo había transcurrido raudo, como cometa llevado en alas de un tempestuoso viento. Me hallaba como aislado, ido de este mundo. Tal era habitualmente mi sentir después de mucha concentración. ¿Sería yo quien me hallaba allí, o era otro, a quien sentía a través del velo de mi embotamiento?
Me levanté y enfoqué mi vista hacia los límites de esa estancia tan querida. ¡Vaya que me sentía bien en ese lugar! ¡Era como un oasis! Tres de las cuatro paredes estaban cubiertas de estantes de libros. Miles de tomos. Los tenía de todo tipo. Había Obras Cumbres, Cuentos de Hadas, Obras sin trascendencia... Los libros, en realidad, son como los hombres. Los hay de todo tipo. Hay Hombres Cumbres, Hombres de Cuentos de Hadas, Hombres sin trascendencia... ¡Cómo no van a ser como el Hombre mismo! De él salen, aunque después tengan vida propia, como la tienen los hijos...
Miré el resto del amplio lugar. A mi lado, esa mesa tan acogedora, amplia como las ideas con las cuales me ha tocado lidiar. Sobre ella tenía todo lo necesario para ese trabajo tan querido como es el de escribir. Con cariño deslicé una mano sobre la madera barnizada, del mismo color y textura que los estantes. Era esa madera, tan noble, tan apreciada, tan bella. Parecía increíble ser el mismo material con el cual se hace el papel, tan relacionado conmigo, tan necesario a mi progreso.
Reparé, entonces, en la mesa del laboratorio; con su parafernalia de matraces, retortas, tubos de ensayo y todas esas cosas relacionadas con la aparente frialdad de las Ciencias Naturales. Digo "aparente frialdad" porque dichas ciencias no son tan frías como todos creen. Sucede que no sabemos ver en ellas el Arte del Gran Dios, Creador y Padre del todo el Universo. ¿Hay frialdad en el verdadero Arte? ¡Claro que no! Y menos en el Arte del Altísimo.
Me froté los ojos y continué observando lo que siempre veía. De tanto ver, dije alguna vez con otras palabras, no observamos. Así que observé. Me tomé esa pequeña incomodidad, la cual, a fuerza de costumbre, no la sería tanto. El pizarrón, con algunas fórmulas matemáticas borrosas, me llamaba desde su plataforma rodante. Tenía tiempo sin usarlo. Era testigo de esas sesiones de docencia que tanto me hacían disfrutar. ¡Vaya! ¿Desde cuándo no enseño a alguien algo interesante? No recordaba. Esto me hizo sentir inútil. He estudiado muchas cosas, las conozco, y hace mucho que no imparto esos conocimientos. ¡Dios, dame la oportunidad de dar luz a mis semejantes!
Miré los cofres, también de madera barnizada, cerca de las mesas; pero lo suficientemente alejadas de los estantes para no impedir en forma alguna su uso. Allí se encontraban, cuidadosamente almacenados, aquellos implementos necesarios para todo. Cuando digo todo; quiero decir, precisamente, todo.
Sonreí, por lo extraño de las oraciones con las cuales definía mis ideas, y me dirigí hacia el extremo de la habitación no ocupado por los estantes de libros. Pasé al lado de un juego de recibo moderno, muy acolchado y cómodo, que combinaba con todo el mobiliario. ¡Parecía increíble! Esos muebles modernos combinando con la severa madera... ¿Insólito, no?
Frente a mí, como un mural real, observé los amplios ventanales de vidrio que traslucían la realidad natural exterior. ¡Cuántas veces fue testigo de mis afanes contemplativos! Una claridad azulada, en contraste con la blanquecina luz de las lámparas fluorescentes, se presentó ante la cristalina ventana. Era la tarde, cerca de las seis, hora con su especial vena poética y soñadora.
Nada me iba a separar del vibrar sutil de la Naturaleza, así que abrí una de las hojas del ventanal y salí a la aireada terraza. La brisa me acarició el rostro. Era tierna, como la mano de una mujer amante y cariñosa. Sentí dolor. Sólo me acaricia la brisa, mas no mujer alguna...
El paisaje me sonrió, como deseando hacerme olvidar mi soledad. Al frente se erguía una amplia colina, casi escondida en la bruma lechosa, rellena de destellos de un sutil añil. A mi izquierda se explayaba un llano de verde suelo como reflejo de un cielo blanquecino, cuyas nubes eran casi invisibles. A mi derecha, estaba tendido un valle entre dos altas colinas. Un río, incansable y murmurador, se deslizaba en su fondo. Los rayos, tangenciales, de un sol somnoliento se miraban las caras en esa agua fresca, pura. Atardecía. Al final del valle, entre las columnas de las colinas, fallecía el día. El horizonte, rojizo de sangre solar, bullía con el afán de continuar la claridad; pero el Gran Iluminador impedía y no daba prórroga a aquel día que obligatoriamente debía dar lugar a la noche. Así es El. Equilibrio. Un extremo, luego otro; sin llegar a tocarlos. Él es justo. Por eso la noche sigue al día, y viceversa. Invariablemente. Aunque hubo excepciones. De eso podemos preguntarle a Josué, en el Antiguo Testamento...
Me sentía poético. Deseaba tener a mi amada cerca y tañerle las cuerdas de mi corazón, en una canción dorada como su alma de niña. Era mi hora, en la cual los raudales de mi inspiración se abrían como los cielos cuando Noe abordó el Arca Bíblica. No. No sólo en ese momento se abrían. También cuando ella se hallaba cerca, cuando me sonreía. Aún cuando su preciosa imagen llenaba mi mente. Era mi Musa encarnada. ¿Qué sería de mi si no existiera? Una vida vacía, casi sin sentido, como lo fue cuando no tenía la suerte de tener cerca esa preciosidad hecha mujer, ese Ángel escapado del Paraíso.
Fui testigo de la incandescente lucha del sol, en su violento afán de evitar ser arrastrado por las tinieblas. Infructuosa. Inútil, como mi lucha por salvar ese Matrimonio que estaba predestinado al fracaso. Atestigüé, como incontables veces en el pasado, su lenta y heroica agonía. A pesar de su dolor, tuvo ese gesto tan gallardo de sonreír y despedirse de mí, antes de desaparecer, engullido por la creciente negrura. Una lágrima de emoción surcó mi rostro. El heroísmo y la entrega siempre han tocado una fibra profunda de mi ser.
Estuve en silencio, pensando en incontables asuntos, hasta la aparición de las estrellas. Esas lejanas luminarias me recibieron con chispeante alegría, contentas de verme. ¡Hola!, les dije, con el amor que siempre han despertado en mi ser. Me respondieron del mismo talante. Me acompañaron, fieles, hasta que sentí la necesidad de retirarme. En ese momento se despidieron, sin perder un ápice de su presencia de ánimo. Esa constancia en la felicidad es una lección suprema, hermosa, para sobrevivir a los vaivenes de la fortuna. No tuve yo la misma constancia, pues sentía la necesidad, la atracción, de no permanecer allí por tiempo indefinido. No todo es contemplación... El hombre necesita de la acción para desarrollarse, así como las plantas requieren la luz benefactora del Astro Rey.
Entré de nuevo a mi estudio. No quise seguir trabajando, así que me encaminé hacia la puerta, oculta a un lado de los estantes de la derecha, para retirarme a un merecido descanso. Subí las escaleras alfombradas. ¡Cuántas veces lo he hecho! Cuando llegue al nivel superior no quise pasar a la cocina, a pesar de tener apetito. Tampoco quise entrar en mi cuarto, a pesar de estar agotado. Me sentía muy grande para caber en cuatro paredes. ¡Lo que hace el Arte! Decidí, entonces, salir. Decidí, entonces, hacer algo diferente a la rutina diaria. ¡La creatividad artística llevada a la vivencia cotidiana! Esta idea me llenó de un aliento sutil, lleno de connotaciones casi mitológicas.
El sol, meridiano, hirió mis ojos al abrir la puerta. Los cerré, en un ímpetu de protección y de disfrute del aire cálido. Respiré con fruición, disfrutando el correr del vital y sutil elixir por mis vías respiratorias. ¡Qué hermoso es estar vivo!
Abrí mis ojos para disfrutar de ese paraíso, lleno de hermosa vegetación. A mi izquierda, hablaba incansablemente una pequeña cascada con su lenguaje cristalino y fresco. El agua seguía una corriente, límpida como el aire de otoño, que se perdía en la espesura, a la derecha de la casa.
La azul y luminosa bóveda celeste me impresionó con su vida. El dorado de los rayos solares parecía inexistente ante ella, no así sobre mi piel, tan ávida de calor. Me quedé admirando, sintiendo con todo mi ser, este espectáculo por unos minutos; hasta que un ruido me sobresaltó.
Una risa de niño castañeteó cerca de mí. ¡Oh, sorpresa! ¡De ella está llena la existencia...! Lo busqué con la vista, azorado, hallándolo en un cochecito cerca de la cascada.
Me miraba con ojos limpios de mundo, con las pupilas llenas de un deseo de búsqueda no comenzada todavía. Me acerqué y le sonreí. La ternura rebozó en mi corazón maltratado por las amargas vicisitudes de la vida. El niño, que no sabía de esas cosas, respondió la sonrisa con esa totalidad del ser tan característica de ellos. Eso me enterneció aun más y mis ojos se llenaron de lágrimas. Le acaricié los suaves cabellos y me respondió con sonidos guturales, faltos de sentido literal, pero plenos de sentido emocional. Lo levanté, sosteniéndolo muy pegado a mi pecho. Se quedó como hipnotizado oyendo mi corazón y, de vez en cuando, me mostraba una sonrisa desdentada, plena de un cariño puro y noble.
¡Tan pequeño y tan vivaz...! ¡Cómo no va a ser tan vivaz! ¡Sólo responde a mi cariño! Una pregunta me atormentó. ¿Habré tratado a mi hija con suficiente amor en su primera época en este mundo? Si no lo hice así, que el Gran Dios me perdone. En todo caso, le pido que me deje vivir de nuevo esta situación de Padre de un recién nacido, para poderla disfrutar con toda esa intensidad con la que debe disfrutarse.
Mi mente viajó doce años en el tiempo, en dirección al pasado. Había una niña de meses en mis brazos, con los ojos fijos en las luces parpadeantes de un Árbol de Navidad. Por momentos, experimenté de nuevo esa grata experiencia, la cual dejó en mi ser un pálido reflejo de momentos felices. Temí no haber disfrutado lo suficiente de esas pequeñas cosas grandes regaladas por los pequeñuelos. ¡Dios! ¡Qué inconscientes somos! ¡Dejamos pasar el tiempo y no disfrutamos lo suficiente del milagro de un recién nacido!
Lo miré y pedí todo lo mejor que pueda desearse como regalo a un bebé. Y aún más. Pedí sensibilidad, para conmoverse ante Dios, ante la Naturaleza, ante el Arte, ante los demás Seres Humanos. Pedí fortaleza, para resistir las duras lecciones de la vida y los embates crueles del mismo Ser Humano. Pedí inteligencia, para conseguir esa ave traviesa y escurridiza que es el éxito. Pedí un corazón comprensivo, para entender todas esas cosas necesarias a la vida. Pedí amor, para repartir en un mundo tan falto de este sentimiento. Pedí tantas cosas buenas que, si se cumpliera sólo la mitad, este niño estaría, al crecer, a la altura de esos pocos caminantes cuyas sendas han marcado pautas en la Historia.
Bueno. Me han enseñado a ser ambicioso con mis deseos. Cuesta lo mismo desear algo pequeño que algo grande. Por eso pedí en grande para el niño. Pero..., ¿no estaré pidiendo demasiada evolución, tanta que lo haga sufrir al ver la inconsciencia de sus demás congéneres? ¡Dios, ahora sufro yo! No se si pedí lo correcto... Este es el riesgo de pedir...
Lo acaricié de nuevo. Le hice cosquillas, a las cuales respondió con una risa argentina, de transparentes sonoridades. ¡Bello niño! ¡Sus Padres deben estar muy orgullosos!
Levantó sus manos en dirección a mi cara, en infructuosa respuesta a mi cariño o en búsqueda inútil de mis lentes, ambas cosas confundidas en esa pequeña cabeza infantil. Hizo como el anticipo de un futuro mohín de desencanto. Reí por eso.
¿Qué puedo pedir por ti, pequeño niño?
Me devanaba el cerebro en busca de la respuesta a esa pregunta, al parecer tan simple. El seguía sonriendo y, a pesar de su sensibilidad, no acababa de comprender ese adulto enredo.
¿Qué más puedo pedir para ti, si no es la capacidad de ser feliz?
Sentí emoción al llegar a esta especie de solución del acertijo vital propuesto por la presencia del pequeñuelo. El se hizo eco de mis sentimientos, sin saber su naturaleza. ¿Para qué ha de comprenderlos? ¡Con vivirlos basta! ¡Oh, bello niño! ¡Tan poco tiempo en el mundo y me enseñas, de la misma manera sin palabras, con el mismo estilo mudo de los más grandes Maestros!
Acosté, momentáneamente, al niño en el cochecito. Sus protestas no se hicieron esperar, en forma de un llanto desconsolado. ¡Le gustaba estar conmigo! Me apresuré a despojarme de los zapatos y subir los ruedos del pantalón, con la refrescante intención de hundir los pies en el agua. Tomé de nuevo en mis brazos al pequeño e hice lo anterior, para sentarme a la ribera del torrente. Así dejó de llorar y volvió a sonreírme. Continué entreteniéndolo y entreteniéndome, en un solaz puro, revitalizador. Una de mis virtudes, cuando quiero, es la inventiva en esos juegos con los niños. Especialmente los juegos simples, sin necesidad de la fría tecnología moderna.
¿Por qué dije que es una de mis virtudes "cuando quiero"? No lo sé. A veces me cohibo con algunas clases de niños. Interferencia del adulto, quizás. Simplicidad infantil, tal vez.
Lo senté sobre mis rodillas y comencé a hacerlo saltar con impulsos de mis pies. Se reía a borbotones, en un grácil revolotear de pájaros saltarines. A ratos hablábamos en ese lenguaje infantil, suerte de Esperanto, pleno de palabras sin sentido, gestos amplios y caricias amorosas. ¡Nos entendíamos! ¡He aquí la desesperación de los psicólogos! ¡Podíamos entendernos! Esto sonaba a imposible para un adulto, a despecho de su altiva "madurez".
¿Realmente nos entendíamos? Creo que si, con la condición previa de ampliar el sentido de lo que es "entender". No tiene que haber un razonamiento para hacerlo. La sensibilidad nos llena ese vacío en una forma a veces más perfecta, en su capacidad totalizadora. ¿Necesitamos entender un paisaje bello, grato a los ojos y al corazón? No, realmente. ¿Necesitamos entender la música? No, al contrario, necesitamos vivirla. Conviene alejarnos un poco de ese intelecto que, usado solo, nos ha llevado a la abyecta aberración del inhumano mundo moderno.
Sentí pesimismo, pero esos ojillos me llenaron de esperanza. ¡El futuro está en mis manos! Noté que el niño no era pesimista, tampoco optimista. Simplemente, era. Hallábase ese estado de sensibilidad plena, de vacío absoluto de contenidos vanos y confusos. ¿Sería eso lo buscado desde hace milenios, en miles de caminos contradictorios, pero conducentes al mismo lugar? Creo que si.
¡Enséñame a ser como tu!
Me sonrió y, voluntarioso, se dispuso a hacerlo.
Lo intentó por mucho rato, sin éxito, a pesar del intenso empeño. Al fin se dio por vencido, con un gesto anticipado de disgusto. ¡Este discípulo es lerdo! ¡Qué difícil es enseñar a un adulto a retornar al estado puro de su más tierna juventud!
¡Vaya! Ser siempre adultos nos hace mal. Nos aleja de una fuente de inagotables experiencias vitales. Olvidamos como ser niños de nuevos. Serlo es importante, más importante de lo que se pueda pensar. "En verdad os digo. Cuando seáis como niños entrareis en el Reino de los Cielos."
Me dispuse a sentir el pulso vital de todo. Traté, en mi imperfecta sensibilidad de hombre maduro, de reproducir, de "modelar" la actitud de este bebé.
Todo el paisaje, heterogéneo, comenzó a aglutinarse en un ente total, indiviso, al poco rato. Era todo y, a la vez, nada. Era yo y, a la vez, no lo era. Sentí una sutil unidad con el Universo, vivencia cumbre contadas veces experimentada, aunque inolvidable como tesoro del alma. Son esos momentos en los cuales el observador y lo observado se unen en un todo difícil de separar, imposible de describir. Asamprajñasamadhi, es el rimbombante nombre en Sánscrito para este estado. ¡Por lo menos eso creo! ¡Oh, viejo Hinduismo, que vienes en nuestra ayuda cuando la occidental mente se desvanece en las alas de lo inefable!
Al principio, mi corazón, en su ritmo vital, se escuchaba en golpes severos, incansables, inexorables como la imprecisa gradación entre presente y futuro. El corazón del pequeño, en un tic tac sutil, pero no menos importante, entró en una hermosa armonía con el mío. Ambos se sentían como el revolotear de dos aves en pos de la libertad, en búsqueda del escape de los grilletes de la materia, de los límites de la forma. Nosotros dos, a pesar de la diferente edad, éramos lo mismo: Caminantes de la Vida.
Todos los sonidos rítmicos se unieron en una sinfonía indescriptible, de la cual la humana música es pálido reflejo. Al fin llegaron a un sonido único, que no era sonido. Mi mente no podía aprehenderlo. Se revolvió, incómoda, al notar la existencia de algo inexplicable, mucho más grande que ella. No me importó, pues la dejé en el camino, como se deja un automóvil inservible.
Todo era uno. El niño y yo éramos uno. El niño, todo y yo éramos uno; pero, a la vez, conservábamos nuestra individualidad. Miraba, no pensaba y me dejaba deslizar por los recovecos indescriptibles de la realidad. ¡Creo que así siente el niño!
No recuerdo lo que siguió, sólo que experimenté un irrefrenable deseo de acostarme en la grama con el niño en el pecho. Así lo hice. Ambos nos quedamos dormidos plácidamente, perdiéndonos en el melifluo sopor del sueño.
- ¡Hola! - una voz femenina me despertó.
Abrí los ojos. La silueta de una mujer estaba a mi lado, rodeada por un halo solar intenso, áureo. Había algo familiar en ella, aunque lejano...
- Buscábamos al niño - al lado de ella se escuchó una voz masculina, con acento extranjero. La silueta del poseedor de esa voz también se hallaba rodeada por el mismo halo solar.
- Disculpen... - me levanté azorado, tratando de no despertar al pequeño, quien continuaba felizmente dormido en mi pecho. Lo tomé con delicadeza, entregándolo a unos amorosos brazos femeninos.
- Lo hallé solo y me dediqué a jugar con él. Luego nos quedamos dormidos... - expliqué, un poco nervioso. ¡Irían a pensar que lo rapté, o algo por el estilo!
Como respuesta, recibí las sonrisas de ambos, demostrando comprensión.
Ya de pie, observé con cuidado a los maravillosos padres del niño. La felicidad irradiaba de ambos y yo, en interna emoción, los colmé de bendiciones.
- Deben estar orgullosos de él - dije, con sonrisa emocionada.
- Toda la familia lo está - ella lo mecía en sus brazos, con la delicadeza de la brisa en el campo.
- ¡Deseo lo mejor para él y para ustedes! -.
- ¡Gracias! - dijeron al unísono.
- Debemos irnos ya - el padre habló, a la vez que acariciaba suavemente la cabeza del pequeño. Este se movió, sin despertar.
- Si, es algo tarde - agregó la madre, mirando a su bebé con esa ternura, ese amor, sólo posible en esas mujeres benditas por el preciado don de la Maternidad.
- Fue un gran placer estar con ustedes - toqué tímidamente una manito del niño, quien sonrió en sueños. Sentía tristeza por la separación.
- Igual para nosotros estar contigo - respondieron y se retiraron sonrientes.
- ¡Gracias, Rubén! - inesperadamente, la madre se volvió por unos segundos. Sus ojos, felices, no sé que fibra tocaron en mi interior. Sólo sentí un deseo contradictorio de saltar de alegría y, a la vez, llorar de amarga tristeza.
Me quedé en este estado de emociones antagónicas mientras los veía desaparecer a un lado de la cascada. Reiteré mis bendiciones y, a la vez, pedí la realización de algo ajeno a ellos; pero mío propio, de un deseo oculto en mi corazón.
¡Quiero ser padre de nuevo!
Dios me respondió con la dulce y dorada caricia de los rayos del sol...



DAS ENDE


Rubén Edgardo Rodríguez Muñoz

Escrito del 04 al 28 de Febrero de 1994.
Corregido el 13/12/1994.
Corregido el 09/06/2010.

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